EL HORRIBLE SIGNIFICADO DEL ANUNCIO DE LA LOTERÍA

01

Todos lo habéis visto. Un canto a la bondad. A la ilusión. Al nos tenemos los unos a los otros y eso es lo que cuenta.

Y una mierda.

Interpretación # 1 (inspirada en The Wicker Man, de Robin Hardy)

Carmina es la antigua maestra del pueblo. Este es un detalle importante: Carmina ha sido a lo largo de muchos años la principal figura de autoridad represora para todos los habitantes en sus infancias. No se nos dice nada al respecto, pero podemos imaginarnos que pertenece a la generación de la letra con sangre entra. Adivinamos métodos pedagógicos brutales, castigos arbitrarios, orejas de burro para los alumnos rezagados. Hay un resentimiento muy chungo alojado en la psique de los lugareños durante décadas. Y ha llegado el día de la venganza.

Carmina es víctima de un engaño. La turba enfurecida se sirve de su nieto para embaucarla. Observad que al principio del anuncio él aparece distante, preocupado solo por su teléfono móvil, mientras que a medida que el anuncio avanza parece irse involucrando más y más hasta transformarse en el director de la farsa. Él es quien programa esas imágenes del sorteo en la televisión, sirviéndose de alguna app demoniaca. Y Carmina cae en la trampa. Bajas la guardia una vez y se desata el infierno. Nunca te fíes de un hipster.

El hijo de Carmina no está en el ajo. Bastan unos segundos para ver que es un pusilánime, víctima de una madre castradora y un padre ausente (la fotografía en blanco y negro en que, al inicio del anuncio, se ve a Carmina aún joven junto a un hombre nos indica que está muerto, es un hecho que en las películas salir en una fotografía en blanco y negro es estar muerto, eso ya nos lo enseñó Kubrick en El resplandor, no me diréis que os coge de sorpresa). Pero también es incapaz de rebelarse. Se huele la tostada y no se atreve a destapar el fraude. Se deja llevar. No está preocupado porque la verdad pueda fulminar a Carmina. Lo que le acojona es su violentísima reacción cuando se dé cuenta. Aquí hay tragedia.

Los vecinos van representando sus papeles. Uno a uno, envuelven a Carmina en una fantasía cruel en la que ella se ve millonaria y dueña, una vez más, de las voluntades de todos los que la rodean. Ella dice al bar, y todos al bar. Ella dice al faro, y todos al faro.

Solo hay un momento en el que Carmina puede salvarse, y es la aparición de la Guardia Civil. Los agentes no son del pueblo, no saben qué se está cociendo ahí. Solo ellos podrían detener el horror mandando a la gente de vuelta a sus casas, donde la realidad será ya imposible de esconder. Pero no lo hacen, precisamente porque no entienden una mierda: ¿los vecinos se van de picnic?, pues los escoltamos, no vayan a colapsar la carretera. Mantengamos el orden viario. El resto nos la pela, somos agentes de la Ley. Los papeles, joder, los papeles.

Al final, el hijo de Carmina no puede más, ignorando que todos los que le rodean son figurantes en un rito sacrifical. Trata de razonar con su madre pero ella sigue en su planeta. Le regala el décimo. Mira al mar. El hijo quiere morirse. Hay ascopena. Y el anuncio acaba.

El desenlace:

La escena final eliminada del montaje es la consumación de la revancha: los vecinos de pronto se ponen serios, se acaban la langosta, le enseñan a Carmina un calendario zaragozano. Ella se derrumba sobre su silla, se viene abajo creyendo que su propio hijo está involucrado. Los vecinos abandonan la sala y prenden fuego al faro con ella dentro.

Finalmente, ejecutan una danza ritual ante las llamas, dirigidos por el nieto.

02

Interpretación # 2 (Inspirada en El ángel exterminador, de Luis Buñuel)

Carmina está desequilibrada. Demencia senil, abuso de fármacos, alcoholismo, lo que queráis. No rige. Es una de esas señoras que oye cosas en la televisión y le da por contestar a los presentadores. Ni se espera a que den la noticia entera, para qué. Oye campanas y no sabe dónde. Cree que las imágenes del sorteo del año pasado que aparecen en pantalla son en directo. Saca su décimo y coincide. Ni repara en que es una grabación ni en que ese décimo que sostiene en la mano es de un sorteo de la ONCE del verano pasado. Hace tiempo que Carmina no está entre nosotros.

Sale a la calle. Grita que le ha tocado la lotería. Enseña el boleto. En cualquier lugar del mundo conocido alguien le hubiera explicado que el gordo es mañana. Que ese boleto es de otro sorteo. Que lleva una zapatilla de cada color. Pero no en este pueblo.

Todos están en shock. Se embarcan en el desvarío de la jodida loca sin tener muy claro qué está sucediendo. Delirio colectivo. Histeria. La acompañan al bar y comienzan a beber. Beben mucho. Carmina más que nadie: mezcla anís con la medicación. Sabe que está bailando con el diablo en el filo de una navaja, pero ya es tarde para ella. Corre la sidra, el champán, el brandy. Corre todo. No es fácil entrar en el baño, parece siempre ocupado.

Carmina, muy colocada, anima a todo el mundo a seguir la fiesta en el faro. Cargan con botellas y comida, llevan langostas, orujo, cocaína. La Guardia Civil les sale al paso. Ellos no comprenden qué está pasando, solo ven una muchedumbre drogada en la carretera. Saben que abrir fuego no es una opción. No tendrían la menor posibilidad de escapar con vida, los refuerzos tardarían en llegar. La operación salida ha movilizado a todos los efectivos disponibles. Están solos. Optan por escoltar a la gente vigilando sus espaldas. Van al faro, ahí serán más vulnerables.

Empieza la fiesta. Nadie se acuerda ya de la puta lotería. Solo beben y comen y siguen ahí. El hijo de Carmina es diabético, no puede beber. Es el único que mantiene un ápice de cordura. Trata de hablar con su madre pero la encuentra ida, enfrascada en su quimera autodestructiva. Se rinde.

El desenlace:

El anuncio acaba, la fiesta continúa. No lo veréis en televisión, pero los vecinos siguen allí. Amanece en el faro. Ya no queda bebida ni comida y la cocaína también se agotó. Hace frío. Las olas rompen allí abajo, el viento hace temblar los cristales. Continúan dentro. No pueden salir. Algo se lo impide. No saben qué es. Se interrogan unos a otros, qué pasa si salimos, se dicen. No hay respuesta. Pasan las horas, hay hambre, sed, bajona. Nadie se atreve a cruzar la puerta. Se vuelven hacia Carmina.

Pero Carmina ha muerto hace horas. Está tiesa en su silla.

03

Interpretación # 3 (inspirada en Los Serrano)

Resines despierta. Ni es Navidad ni nada.

por El Diestro.

EL ÚLTIMO TREN DE SZILVESZTER MATUSKA

Matuska 01un hombre serio y formal

Szilveszter Matuska era un caballero perfectamente normal. Hubiera podido llegar a ganar un campeonato de caballeros perfectamente normales, si se hubiera convocado uno. Respetable ingeniero y padre de familia, amable inquilino de una hermosa casa de tres alturas rodeada por una pieza de terreno acomodada como jardín, Matuska era un hombre bajito y fornido, de frente amplia, ojos pequeños y labios ligeramente combados en una sonrisa.

Szilveszter Matuska vivía en Csantavér (ahora Čantavir, Serbia), una bonita ciudad entonces húngara de poco más de 10.000 habitantes. Iba caminando a su trabajo, regresaba con flores para su mujer, cenaba en familia y acompañaba a su hija a la cama. Le hacía rezar sus oraciones, le daba un beso de buenas noches y pellizcaba con dulzura la mejilla de su esposa antes de ponerse el sombrero de nuevo y salir a dar un paseo.

Pero ya sabéis dónde estáis, y también sabéis que no emplearíamos nuestro tiempo en ilustrar la vida de un buen ciudadano. Tal vez os encontréis en ese punto en el que el deseo de conocer qué clase de secreto escondía Szilveszter Matuska bajo su sombrero comienza a picaros. Os comprendemos.

Matuska se iba a los burdeles de Csantavér. Invitaba a las chicas a beber cerveza y se acostaba con todas las que podía, dejaba propinas generosas y regresaba cada semana. Tampoco es para tanto, pensaréis, no es posible que estemos siendo tan insistentes para terminar hablando de un simple putañero húngaro. Os comprendemos también.

La verdad es que en este momento de la historia nuestro amigo aún no había hecho nada más, pero solo tendremos que concederle unos meses. Estamos a punto de entrar en 1931, un año en que la vida de Matuska se iba a complicar un poco. Porque Szilveszter Matuska estaba listo para comenzar su carrera como dinamitero y saboteador de trenes.

Matuska no era un revolucionario. En la Hungría de 1931 había unos cuantos, y la situación política no les era muy favorable; el presidente Esteban Bethlem dimitía al final de una larga década en el poder y el todopoderoso almirante Miklós Horthy, tras un experimento fallido en la persona del conservador Gyula Karóli, encomendaba el gobierno al nacionalista radical Gyula Gömbös. Hungría se aproximaba a Alemania y terminaría aliándose con los nazis en medio de convulsiones sociales y violencia. Pero Matuska era ajeno a estos vaivenes, su amor por provocar explosiones no tenía nada que ver con la política.

Lo que le sucedía a Matuska es que estaba sencillamente loco. Loco por las locomotoras, las vías, los ferrocarriles. Y especialmente loco por hacerlos saltar en pedazos. 

Gracias a su trabajo consiguió acceso a un almacén de explosivos. Compró un par de kilos de dinamita y montó una bomba casera. El 1 de enero de 1931, Szilveszter Matuska cruzó la frontera con Austria para debutar como saboteador de trenes colocando dos cargas preparadas al paso del expreso Viena-París en la localidad de Ansbach. Fue una decepción: las cargas no explotaron y el expreso continuó su viaje con toda normalidad. Matuska regresó a Hungría pero no se desanimó…las autoridades austriacas habían encontrado los explosivos emitiendo inmediatamente una alerta, y eso le hizo sentirse verdaderamente motivado.

Ocho meses después, Matuska sentía llegado el momento. Se desplazó hasta Jüteborg (Alemania) para atacar el expreso Basilea-Berlín, colocó nuevas cargas de dinamita y las hizo detonar al paso del tren. Esta vez las bombas funcionaron, el expreso descarriló y Matuska pudo volver a casa satisfecho. Su alegría sin embargo no era completa, el sabotaje había causado algunos heridos pero ningún muerto. Y lo que Matuska de verdad deseaba era provocar una masacre.

Matuska 03el cha-ca-chá del tren

Solo tuvo que esperar un mes más. Matuska se decidió por la caza mayor y dinamitó las vías que debía recorrer el Orient Express en su trayecto desde Estambul a París. Ni siquiera tuvo que viajar mucho esta vez, el lugar escogido fue el viaducto de Biatorbagy, a pocos kilómetros de Budapest. Matuska logró todo cuanto se proponía: el Orient Express descarriló, la locomotora arrastró a nueve vagones en caída libre por un desfiladero de treinta metros, el accidente fue un desastre y 22 personas murieron en medio del fuego y los hierros retorcidos. También hubo más de un centenar de heridos.

Para el gobierno húngaro, el sabotaje de Biatorbagy se convirtió en un grave problema político. La mayoría del pasaje del Orient Express estaba compuesto por ciudadanos extranjeros, hombres de negocios, gente rica y con influencias incómodas. Esa es también la razón por la que toda la prensa europea se hizo eco de la catástrofe, enviando corresponsales a Hungría para tratar de desentrañar las causas del ataque. Entre esos reporteros estaba Hans Habe, plumilla del diario austriaco Wiener Zeitung que llegó a Biatorbagy al día siguiente, cuando los restos del tren aún humeaban.

Habe comenzó a preguntar a policías y camilleros, tomando notas de cuanto veía. Y en ese momento fue abordado por un hombrecillo pequeño y robusto, afable y charlatán que se presentó como superviviente del desastre y se ofreció para contarle todo lo que quisiera saber. Era Szilveszter Matuska. Habe logró una crónica formidable con todo tipo de detalles, la envió a su redacción y la vio publicada al día siguiente. El artículo era impactante, ningún otro periódico disponía de tanta información sobre el descarrilamiento. Habe propuso a Matuska acompañarlo a Viena para escribir una segunda parte de su crónica, y Matuska aceptó encantado.

Una vez en Viena, Habe alojó a Matuska en un hotel y lo citó horas más tarde en un café para continuar entrevistándolo pero, cuando llegó, lo encontró en medio de un corro de gente que escuchaba embobada su historia. Matuska estaba en su salsa, era el protagonista y hablaba sin parar. Describía el horror del suceso, los vagones precipitándose al vacío, la explosión de la locomotora. Su público, boquiabierto, le atendía sin apenas respirar. A Habe se le posó una mosca justo detrás de la oreja.

Mientras tanto, en Hungría las cosas se iban volviendo peligrosas. El gobierno culpó del desastre al terrorismo comunista y exhibió una nota supuestamente hallada en el lugar del atentado en la que se leía “¡Hermanos proletarios! Si el Estado capitalista no nos da trabajo, lo buscaremos de cualquier otro modo. Contamos con explosivos y con mucha gasolina”. La nota estaba firmada por “El Traductor” y con ella como pretexto comenzaron a organizarse redadas, interrogatorios de obreros ferroviarios y detenciones indiscriminadas.

Pero Matuska se encontraba a salvo. Seguía en Viena relatando su aventura a quien quisiera escucharle y dándose homenajes a cuenta de la credulidad de su público. La mosca de Habe zumbaba cada vez más, el periodista examinó el testimonio de Matuska una y otra vez hasta que reparó en lo inverosímil de que un pasajero pudiera tener tanta información. Era…como si lo hubiera visto todo desde fuera. Inquieto, puso sus notas a disposición de la policía, que abrió una investigación secreta. Todos los supervivientes austriacos fueron interrogados discretamente en los días siguientes. Ninguno recordaba haber visto a Matuska en el tren. Las autoridades húngaras trasladaron a la policía de Viena el testimonio de un taxista que había recogido a un hombre que coincidía con la descripción de Matuska en un polvorín días antes del descarrilamiento. Eso fue suficiente para arrestarlo.

Los interrogatorios no fueron complicados. Matuska hablaba por los codos y reconoció sin rubor ser el autor del atentado, asumiendo también los otros ataques fallidos en Austria y Alemania. Adornó su confesión con todo tipo de fantasías: aseguró ser oficial del ejército húngaro, luego dijo ser miembro del fascista Partido de la Cruz Flechada. Más tarde proclamó que actuaba por mandato de los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, siguiendo un plan divino para castigar a los ateos que viajaban en tren. Las autoridades austriacas lo encerraron en una habitación con varios psiquiatras pero todos concluyeron que Matuska, no estando muy en sus cabales, era desde luego consciente y responsable de sus actos.

El problema era que Austria no podía juzgarlo por el sabotaje del Orient Express, delito cometido fuera de sus fronteras. Y era un problema porque los austriacos, que hubieran estado encantados de meterlo en un furgón y mandarlo a Budapest, se encontraron con que los húngaros no tenían la menor intención de recibirlo. Hungría no quería solicitar la extradición de Matuska porque hacerlo supondría poner en evidencia todo el absurdo montaje del terrorismo comunista y la delirante nota del “Traductor”. Matuska no solamente no era comunista ni pertenecía a ninguna organización subversiva, sino que mostraba inclinaciones filofascistas y apoyaba con entusiasmo al régimen de Horthy.

Matuska 02el Señor me dio dinamita

Los austriacos, resignados, juzgaron a Matuska por su primer ataque, el atentado frustrado de Ansbach. El juicio fue un circo multitudinario en el que Matuska insistió en sus delirios religiosos, solicitó que parte de la recompensa ofrecida por identificar al autor del sabotaje del Orient Express se entregara a su familia e incluso predicó disparatadas teorías sobre la conveniencia de fabricar oro artificial para paliar la inflación mundial. Llamados a declarar, los psiquiatras que lo habían examinado ofrecieron un retrato muy diferente de Matuska: no era un tarado mesiánico sino un psicópata narcisista y sádico que experimentaba una irresistible excitación sexual haciendo explotar trenes, sujeto de una horrible parafilia que llamaron lascivia ferroviaria. Ignoro si Sigmund Freud estaba en la sala, pero debió aplaudir con las orejas esa conclusión. El juez condenó a Matuska a seis años de trabajos forzados.

En 1934, las autoridades húngaras accedieron por fin a procesar a Matuska por el atentado del Orient Express. Matuska fue extraditado y juzgado en Budapest. Esta vez no apeló a mensajes sobrenaturales ni al oro artificial. Asistió cabizbajo al juicio y escuchó petrificado su sentencia: pena de muerte.

Matuska no tenía a los Arcángeles de su lado, pero la suerte sí le asistió. Su condena fue inexplicablemente conmutada por cadena perpetua en abril de 1938. A partir de este momento, el misterio envuelve su vida.

El 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán invadió Polonia. Durante los años siguientes, los trenes de toda Europa circularon cargados de soldados, de armas o de prisioneros rumbo a la muerte. Muchos de ellos fueron atacados por los partisanos, algunos ardieron como el Orient Express. Cuando la guerra terminó, Szilveszter Matuska ya no estaba en su celda.

Nadie sabe exactamente qué fue de él. Parece que pudo ser reclutado por el ejército rojo como especialista en explosivos, empleado en la desactivación de las bombas que los nazis dejaron tras de sí en su retirada. Incluso circula una leyenda según la que Matuska fue enviado por los rusos a Corea para ayudar al ejército comunista como experto dinamitero. Esa misma leyenda asegura que fue capturado por soldados estadounidenses a los que, comprobando la sorpresa que les producía haber encontrado a un europeo mezclado con los norcoreanos, se presentó diciendo: “soy Szilveszter Matuska, el descarrilador de trenes de Baitorbagy”.

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El novelista belga Georges Simenon se inspiró en Matuska para una de sus novelas, “El hombre que veía pasar los trenes”, publicada en 1938. Matuska se corresponde con el protagonista de la obra, Kees Popinga, un ciudadano modélico que pierde la razón y emprende una alocada carrera criminal.

En 1983 se estrenó la película húngara “Viadukt”, dirigida por Sándor Simó, en la que el actor canadiense Michael Sarrazin interpretaba a Matuska. La película recrea el atentado contra el Orient Express y la investigación posterior.

En 1990, el grupo de hardcore Lard (compuesto por Jello Biafra de Dead Kennedys y Al Jourgensen de Ministry) publicó “The Last Temptation of Reid”, disco en el que se incluía la canción “Sylvestre Matuschka”.

El sexólogo norteamericano John Money acuñó en 1984 el término sinforofilia para describir una parafilia en la que la excitación sexual gira alrededor de observar o incluso representar un desastre, tal como un incendio o un accidente de tráfico. La sinforofilia está muy presente en la novela de J.G. Ballard «Crash» (1973), siendo un diagnóstico aplicable a Matuska.

Entre los pasajeros del Orient Express que Matuska atacó en Baitorbagy, se encontraba la artista norteamericana Josephine Baker. Resultó ilesa.

por El Diestro

EL CANÍBAL DE BOULOGNE

Issei 01

Issei Sagawa apenas mide metro y medio. Es flaco y huesudo, feo hasta la repugnancia, su mejilla izquierda está condecorada con una verruga. Issei Sagawa nunca ha gustado a las mujeres, se ha sentido constantemente desgraciado por sus rechazos. Sin embargo Issei Sagawa siempre ha soñado con las mujeres, o al menos con una perfecta. Y perfecta, para Issei Sagawa, significa alta, corpulenta y blanca. Porque con una mujer así Issei Sagawa se sentiría el hombre más afortunado de Japón. Tendría mucho sexo. Y comida, comida para días.

Issei Sagawa nació en Kobe el 26 de abril de 1949. Su padre era un industrial que sobrevivió a las purgas desatadas por el ejército norteamericano tras la guerra y acumuló una gran fortuna. Issei era un niño debilucho pero rico. Y listo. Destacaba en el colegio. Tímido y silencioso, pasaba horas en la biblioteca, aprendía inglés y miraba por la ventana a sus compañeros tonteando con las chicas. Las chicas, ese problema para Issei Sagawa.

Ingresó en la Universidad de Wako en Tokyo, comenzó a estudiar literatura inglesa. Y un día en su aula tropezó con una profesora alemana que lo volvió loco. Aunque la verdad es que Issei ya venía algo loco de casa.

Issei Sagawa fue detenido por allanamiento de morada y agresión. La morada era la de la profesora alemana. Y la agresión un intento de homicidio con un paraguas. Issei se coló en el apartamento de su víctima y quedó extasiado al verla semidesnuda en su cama. La fascinación sexual de Issei se conectó en su cerebro con un impulso asesino y de ahí lo del paraguas. Ella despertó, gritó y puso en fuga a Issei.

La poderosa familia Sagawa logró silenciar el asunto. Resolvieron mandar a Issei lejos de Japón. A Europa.

En 1980, Issei Sagawa se matriculó en el Instituto Censier de París, donde continuó sus estudios de literatura. Alquiló un bonito apartamento. Y conoció a Renée Hartevelt, holandesa y alumna de La Sorbona. Issei comenzó a cortejarla. La llevó a exposiciones, lecturas, conciertos de música de cámara. Le escribió cartas de amor que nunca enviaba, le propuso ser su profesora particular de alemán. Y entre tanto fue haciendo otros planes.

Renée tenía 25 años. Era del tipo preferido por Issei: pálida, alta, corpulenta. Era una alumna culta y brillante que hablaba tres idiomas y se especializaba en literatura francesa. Issei admiraba su inteligencia, aunque lo que más le excitaba era su aspecto hermoso y saludable.

El día 11 de junio de 1981 atrajo a Renée a su casa. Le pidió que leyera un poema para él y le confesó su amor. Renée lo rechazó pero Issei interpretó el papel de amante resignado y comprensivo, aceptó elegante entrar en la friendzone de Renée. En realidad, no pensaba pasar allí mucho tiempo. La invitó a sentarse en el suelo para compartir un té al estilo japonés. Y mientras Renée tomaba el primer sorbo, sacó una escopeta de calibre 22 y le disparó en la cabeza.

De pronto, Issei estaba en su casa con una escopeta caliente en la mano y un cadáver a sus pies. Hizo lo que hacen todos los asesinos, que es desembarazarse del cuerpo. Hizo también lo que hacen los menos escrupulosos, que es desmembrarlo. Pero antes hizo algo más.

Porque Issei, queridos lectores, no era un simple asesino. Ni siquiera un simple asesino psicópata, tampoco otro criminal misógino. Issei -seguro que lo habéis adivinado ya- era un caníbal.

Issei Sagawa soñaba con amar a las mujeres que perseguía, occidentales, altas, fuertes. Fantaseaba con la excitación que le producían aquellos cuerpos robustos y sanos frente a su constitución débil y enclenque. Y más que ninguna otra cosa deseaba devorarlas. Tomar su energía, su esplendor, su carne.

Issei desnudó el cuerpo de Renée y lo troceó. Escogió primero las zonas más carnosas, fileteó sus muslos y sus nalgas. Metió el resto en un par de maletas que, como el cuchillo eléctrico que manipulaba, había comprado semanas atrás. Repartió la carne en bolsas hasta llenar su frigorífico. Y se lanzó a masticar a Renée. Al principio la encontró demasiado dura, concluyó que no debía saborearla cruda. Frió cortes finos en una sartén, añadió un poco de mostaza. Y según confesó a la policía días después, experimentó el mayor placer de su vida paladeando una carne de sabor suave y delicioso. La carne humana le recordó al atún. La grasa, en cambio, tenía el color del maíz y le resultó sorprendentemente insípida.

Issei durmió satisfecho y solo al día siguiente comenzó a ocuparse de limpiar aquel desastre sangriento. Envolvió lo que quedaba de Renée en plásticos, fregó el suelo. Y esperó a que anocheciera.

Cuando oscureció, Issei Sagawa llamó a un taxi. Con los restos de Renée metidos en una sola de sus maletas se hizo conducir hasta el Bois de Boulogne, un extenso parque a las afueras de París. En Boulogne hay un lago al que pretendía arrojar la maleta. Sin embargo, Issei fue sorprendido por varias personas camino del lago y, nervioso, se deshizo de ella de forma precipitada. En unas pocas horas, la policía tenía acordonada la zona y había identificado el cadáver.

Issei 02

deshaciendo la maleta

Issei Sagawa fue detenido dos días después. Al entrar en su apartamento, la policía encontró los restos del festín de carne de Renée al que se había estado entregando. No opuso resistencia, fue inmediatamente puesto a disposición judicial. Issei Sagawa no ahorró el menor detalle a los policías que lo interrogaron ni al juez que, tras pedir un examen psiquiátrico, decidió que Sagawa era un tarado peligroso, un caso irrecuperable. Fue recluido en el asilo mental Paul Guiraud de París.

Es posible que, hasta aquí, la historia os haya resultado desagradable. Si es así, permitidme que os recomiende dejar de leer ahora. Porque lo verdaderamente aterrador está por llegar.

Unos pocos meses tras su ingreso en el sanatorio Guiraud, Issei fue conducido urgentemente a la enfermería. El médico que lo examinó diagnosticó encefalitis avanzada, un mal terminal que mataría a Issei en unas pocas semanas. Su millonario padre Akira intervino presionando a la embajada japonesa para que intercediera por su hijo y lo ayudara a elevar ante el gobierno francés una petición para trasladarlo a un hospital psiquiátrico en Japón. Las autoridades francesas accedieron a permitirle morir en su país. Y así fue como Issei Sagawa abandonó Francia sin ser juzgado ni condenado por el asesinato de Renée Hartevelt.

Issei ingresó en el hospital Matsuzawa de Tokyo. No murió en unas semanas. Porque Issei Sagawa no padecía ninguna encefalitis avanzada, sino una simple infección intestinal. La Justicia francesa había archivado toda causa contra él al considerarlo demente y creer que estaba enfermo de muerte. La holandesa carecía de jurisdicción sobre un crimen cometido en suelo francés. La japonesa tampoco tenía nada en su contra. Tres grietas a través de las que Issei Sagawa salió libre e indemne, vistiendo un traje caro y dispuesto a estrenar una vida nueva.

Issei 03

una habitación con vistas

Lo hizo. Tras unos pocos años refugiado en el anonimato, decidió que era hora de disfrutar de su fama. En Japón nadie parecía demasiado enfadado con él. Al contrario, Issei fue contratado como colaborador de programas televisivos. Los tertulianos, esa gente. También trabajó como crítico gastronómico para revistas. Y como escritor publicó varias novelas, guiones para cómics y una autobiografía. Pintó cuadros. Hizo cameos en películas. Aún se deja fotografiar con turistas. Y concede regularmente entrevistas en las que reconoce que las fantasías de canibalismo no lo han abandonado nunca, aunque asegura que no lo volvería a hacer. Ahora -dice- ya no le gustan tanto las occidentales. Prefiere a las mujeres asiáticas y especialmente a sus compatriotas japonesas. Pero no, no va a volver a devorar a nadie. Porque está rehabilitado. Curado.

Los tres psiquiatras que lo evaluaron en Francia tras su detención quedaron horrorizados por el relato del crimen que escucharon de su propia boca, concluyendo que el de Issei Sagawa era un caso límite y sin precedentes de psicopatía. Que era extraordinariamente frío, que carecía completamente de empatía o capacidad para percibir el sufrimiento ajeno, que podía ser extremadamente cruel, violento, sádico. Y paciente.

Lo último que he oído es que pretende casarse.

En su disco “Undercover” (publicado en 1983), los Rolling Stones incluyeron una canción inspirada en el crimen de Issei Sagawa. La canción se titula “Too much Blood”.

En su disco “La Folie” (publicado en 1981), el grupo británico The Stranglers evocaron, en la canción del mismo título, el asesinato de Renée Hartevelt.

Issei Sagawa ha sido reconocido como el inspirador del personaje Hannibal Lecter, creado por Thomas Harris.

Y ahora todos odiáis a Issei.

por El Diestro

¿QUIÉN COLGÓ AL MONO?

Who hung the monkey

¿Qué llevó en 2002 a Stuart Drummond, aspirante a la alcaldía del municipio inglés de Hartlepool, a disfrazarse de mono y prometer plátanos gratis para todos los niños en edad escolar si salía elegido? ¿Qué llevó a los electores a votarle y a reelegirle años después (a pesar de que no fuera capaz de cumplir su promesa)? En fin, es difícil precisarlo. Pero el traje que lució Drummond durante aquella campaña electoral tiene su historia. En realidad no estamos hablando de un mono cualquiera. Se trata de H’Angus, la mascota del Hartlepool United. Que el equipo de fútbol de la ciudad tenga un simio por animador y que responda a un nombre tan característico, es consecuencia de algo que pasó, siempre según la leyenda, hace más de doscientos años. Durante las Guerras Napoleónicas.

Por aquel entonces una embarcación con bandera gala naufragó en la costa de Hartlepool sin que, en principio, quedara nadie vivo. Cuando los pescadores se acercaron hasta los restos del navío encontraron a un mono vestido con la indumentaria de infantería de marina francesa que todavía seguía con vida. La historia cuenta que como aquellos ingleses más bien llanos nunca habían visto a un francés ni mucho menos a un mono y la propaganda británica se había esforzado en retratar al enemigo con una monstruosidad extrema y hasta con garras, los vecinos se hicieron un lío y tomaron al cuadrumano por un espía. Le sometieron a un juicio, pero como el pobre animal no decía nada coherente y de todas formas allí no había nadie que entendiese la lengua de Racine, acordaron que lo mejor era clavar el mástil de un pesquero en la playa y colgarlo allí mismo.

A pesar de se ha intentado justificar el episodio con la teoría de que el pueblo inglés lo único que hizo fue evitar la epidemia que podía haber originado un primate infectado con alguna enfermedad mortal en un período en el que ya se experimentaba con primarias armas bacteriológicas, el incidente del mono de Hartlepool podría esconder una realidad mucho más horrenda. En aquella época había otro tipo de «monos» bastante más comunes en los buques de guerra. Los powder monkeys solían ser muchachos de entre 12 y 14 años que se movían por la cubierta y suministraban a los artilleros la pólvora que cargaban desde la bodega. Los elegían así de jóvenes por su rapidez y su tamaño, condiciones indispensables para la tarea que desempeñaban. Es razonable pensar que en origen el ahorcado pudo ser uno de estos powder boys y que el enredo fuera descafeinándose con el paso del tiempo hasta convertir en víctima a un mico uniformado para entretener a la tripulación. En lo que respecta a los habitantes de Hartlepool, siempre es mejor quedar como un hatajo de patanes que como un montón de infanticidas. El ajusticiamiento del chico tendría unas causas menos ridículas que el del antropoide pero más comprensibles. Las leyes marítimas dictaminaban que si alguien recuperaba los restos de un barco accidentado, tenía derecho a recibir en compensación una cantidad proporcional al valor de lo recuperado. El problema es que para que eso se aplicase, no debía haber supervivientes.

La versión del powder monkey es fenomenal si te van las truculencias, aunque en realidad parece poco probable. Los registros (nada fiables, eso también es cierto, estamos hablando de una leyenda) describen a la embarcación como un chasse-marée, modelo de velero más bien discreto empleado para la pesca. Para la pesca tradicional. Pesca normal. Pesca sin cañones. ¿Podría tratarse de un grumete corriente entonces? Podría, sí. Pero —siento ser aguafiestas— es que ni siquiera la versión del mono tiene visos de ser real.

Powder monkey

La folklorista del Instituto Elphinstone de la Universidad de Aberdeen, Fiona-Jane Brown, ha encontrado referencias del suceso que datan de 1772. Solo que estas evidencias lo sitúan en Boddam, a 310 millas al norte de Hartlepool. Lo mismo se cuenta en otros lugares de Escocia como Greenock y también en el Cornualles inglés. Por algunos de estos puntos anduvo de gira el cómico de Tyneside Edward Corvan a mediados del siglo XIX amenizando al público con sus canciones. Una de ellas, The monkey song, dice esto:
«In former times, mid war an’ strife,
The French invasion threatened life,
An’ all was armed to the knife,
The Fishermen hung the Monkey O!
The Fishermen wi’ courage high,
Seized on the Monkey for a spy,
«Hang him» says yen, says another,»He’ll die!»
They did, and they hung the Monkey O!.
They tortor’d the Monkey till loud he did squeak
Says yen, «That’s French,» says another «it’s Greek»
For the Fishermen had got drunky, O!
«He’s all ower hair!» sum chap did cry,
E’en up te summic cute an’ sly
Wiv a cod’s head then they closed an eye,
Afore they hung the Monkey O!»
Únicamente a partir del paso de Ned Corvan por Hartlepool el mito comenzó a situarse allí y a popularizarse.

Por otra parte, en ese mismo momento se produjo la fundación de West Hartlepool, un cinturón de muelles conectado al resto de la población por una serie de vías férreas. La rivalidad entre los jóvenes estibadores de West Hartlepool y los pescadores tradicionales de otras zonas de Hartlepool no tardó en aparecer. Existen indicios de que los west dockers pudieron servirse de la canción de Corvan, que actuó en el Dock Hotel Music Hall, dentro del pueblo viejo, para reírse de los pescadores, a los que consideraban atrasados y estúpidos.

De cualquiera de las maneras, el incidente disfruta hoy en día de plena vigencia. Cuando el Hartlepool United se enfrenta a sus rivales locales del Darlington, su afición increpa a la del United coreando «who hung the monkey?». A ellos les da exactamente igual. Se hacen llamar monkey hangers, tienen un simio por mascota que fue el primer y único munícipe por antonomasia mientras duró el sistema de alcaldías y de vez en cuando el portero cuelga un mico de peluche de su portería. En contra de lo que pudiera pensarse, la gran mayoría de los vecinos de Hartlepool se sienten enormemente orgullosos de la historia. Puede que fuera un mono. Pero era un mono francés.

Un momento. Tal vez hayamos pasado algo por alto. Tal vez no estemos ante una fábula. Tal vez aquello ocurriera en realidad. En verano de 2005 apareció en la costa hartlepudliana un hueso. Aparentemente no humano. Dentro anticlímax: era de un ciervo de hace 6000 años. El equipo arqueológico que certificó la auténtica naturaleza de la pieza sostiene que el «hallazgo no deja de ser extraordinario». Ya, bueno.

Budoson.

NOSOTROS CERRAMOS EL ÚLTIMO CINE X DE MADRID (y II)

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José cuenta que el cine da dinero, que no es ése el verdadero motivo del cierre como se ha dicho. Viendo el estado general del inmueble y la amenazante mancha de humedad que pende sobre su cabeza me pregunto a dónde irá a parar ese dinero. Porque trasiego de gente desde luego hay. Él lleva sin cobrar desde noviembre. A Rafa, su superior, el pintor tras los legendarios carteles ejecutados a rotulador que anuncian las películas del Paradiso, el hombre que lleva encargándose del negocio desde que aquí se ponían westerns, los propietarios del edificio le adeudan bastante más que media docena de mensualidades. Si José lleva dos años y medio ejerciendo de acomodador, limpiador, taquillero, proyeccionista y cualquier otra cosa que se le ponga por delante y ésa es la recompensa que recibe, qué no le deberán a Rafa. Varios miles de euros. Muchos, a decir verdad. En serio, muchos. Eso para empezar. Y nosotros pensando que la corrupción se escondía en los lavabos masculinos.

José estuvo durante 15 años en una empresa. Cuando apareció la crisis perdió su empleo y así estuvo durante más tiempo del que la mayoría podría soportar sin volarse la cabeza; recaló en el cine por un vecino que trabajaba aquí. “Es fácil. Lo pillas en una semana. Cuando llegué no sabía si tenía que acomodar al público o no, pero enseguida me dijeron que no tenía que hacerlo. Aquí cada uno se busca su rincón.” Naturalmente, le preocupa su futuro, pero no está tan mal como otros compañeros que salieron de su país y no pueden volver a él. Cuando amanezca mañana en España no les quedará gran cosa. El paro y los atrasos que les corresponden. Esto último está por ver. José no va a rendirse hasta cobrar el último céntimo. Su teléfono suena cada poco tiempo al son de una melodía tropical tipo. “Es un cliente”. Llama la atención el trato tan estrecho con ellos. Muchos tienen su número y le envían mensajes diciéndole adiós, dándole las gracias, recordando momentos pasados. Los escasos rezagados que duran aún se marchan con abrazos y los ojos húmedos. Los de José también lo están. “No te digo nada”. No queda nada por decir. Guardo una pastilla de ibuprofeno en el bolsillo. He decidido no tomarla para que el destemple potencie los efectos de la experiencia. Está funcionando.

A estas alturas José conoce tan bien el oficio que es capaz de decirte el número exacto de parroquianos que todavía no han salido con sólo reflexionar durante un par de segundos. Ahora mismo somos R, B, G, B2, yo y llamémosle José también porque muy probablemente comparta nombre con el encargado. Un José con mostacho y pantalones de camuflaje que no para de repetir “con la de cosas que he visto yo aquí.” Por extraño que pueda parecer, todo indica que se refiere a las películas. Lleva viniendo 30 años. Desde que los films todavía no habían alcanzado el tono actual. Antes de atravesar la salida por última vez, el José bigotudo comparte con nosotros el origen etimológico de la palabra ‘Madrid’ y a mí me confía algo sobre una extraña clase de accidente geológico que sólo puede encontrarse en La Cabrera, a pocos kilómetros de nuestra posición, y en Nueva Zelanda. Aún entrará en realidad una vez más para beber agua en el lavabo de caballeros.

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Aprovechando que ya no hay problemas de masificación, R y yo nos introducimos al rato en el sanctasanctórum de la depravación. En parte por curiosidad, en parte por necesidad fisiológica, en parte por hacer tiempo para pedirle un cartel dibujado por Rafa a José mientras él habla por teléfono. Contra todo pronóstico el sitio presenta un aspecto medio decente. He visto baños infinitamente más desastrosos en muchos cines corrientes. Con la salvedad de los numerosos condones usados y los pañuelos de papel que en nuestra memoria permanecerán por siempre ligados al Paradiso.

Las llamadas no paran de sucederse y B, G y B2 llevan un rato esperándonos fuera, así que me acerco a José con intención de despedirme, pero él levanta un dedo para indicarme que aguante un minuto. El propietario le había prometido que se pasaría y les invitaría “a unos vinos”, pero a las horas que son todavía no ha dado señales de vida. Ya no se le espera. De manera que cuelga, y antes de que yo pueda decir nada se dirige a la verja de entrada con intención de ir clausurado el asunto. Al tiempo nos propone una visita guiada por el cine. Casi 75 años de historia. Casi 75 años de historias. No nos lo podemos creer.  Escucho cómo R le dice a B: “hoy es el mejor día de mi vida.” Quiero hacerle tantas preguntas a José que cuando le suelto la primera se me han olvidado dos o tres y han surgido en mi mente otras tantas nuevas. Con la persiana echada volvemos al baño de hombres para que lo vea el resto. La naturalidad que manifiesta José mientras se mueve entre sobrecitos de gomas es alucinante. Cualquier viso de perversión es anulado por alguien que juega con la ventaja de haber sido testigo de las situaciones más delicadas. Reconoce que en alguna ocasión han intentado meterle mano y conseguir su teléfono con fines carnales.

Descendemos a través de unos escalones que corren serio riesgo de derrumbe y vamos a dar al sótano. José se acuerda entonces de Martín, “un conserje que se murió aquí; pero no voy a hablar mucho del tema porque algunos han oído voces y a mí esto me da mucho miedo cuando llego a las seis y cuarto”. El Duque de Alba hasta hoy mismo abría sus puertas a las diez y media de la mañana y para entonces los radiadores debían llevar un rato calientes. Menos el fin de semana. “El fin de semana no se encienden.” La caldera que los alimenta todavía funciona con carbón. Accedemos al amplio corredor abovedado que aloja la habitación del calentador y otras en las que se almacena el combustible, la madera y unas pocas butacas antiguas. De antes de la reforma de mediados de los 80. “Parece el metro, ¿eh?” Un hacha descansa junto a una pila de troncos. “Como a veces no pagan a los de la madera tenemos que ser nosotros los que traigamos palés de la calle y yo me vengo con la radial de casa para cortarlos.” La emoción me obliga a darle las gracias por mostrarnos los entresijos del cine con una efusividad que entorpece el mensaje. “Nada, yo encantado. Mientras no me pille mi jefe…” Nos fijamos en el arco bajo que da acceso a un habitáculo oscuro. “No queráis saber lo que hay ahí. Está debajo de la ventana del baño y suelen tirar papeles y ropa interior.” En ese momento suena un silbido fuerte. “Quedaos aquí.” José apaga las luces y se encarama por las escaleras con una agilidad por la que nadie habría apostado. El portón del pasaje subterráneo se cierra con un estruendo sepulcral detrás de él. B se santigua. Somos cristianos primitivos.

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Oímos una conversación. Por lo que alcanzamos a descifrar, el recién llegado tiene toda la pinta de ser el propietario. El jefe de José. Cuando la puerta del sótano se abre su tono apremiante lo confirma. “Salid. Rápido, sin decir nada.” Seguimos a José trepando por los peldaños de tres en tres y me descubro emitiendo una risita excitada de pura felicidad. A José puede caérsele el pelo, pero yo sólo consigo pensar en las películas ochentenas de aventuras juveniles con las que crecí. Al atravesar el hall coincidimos con tres personas que acaban de entrar. Es evidente que no son asiduos. José nos marca el camino y R, B, G, B2 y yo desembocamos en la galería de entrada adornada con los carteles de Rafa. “Esperad, que os abro la reja”.  Nos preocupa haberle metido en un lío. “No, no creo.” De todas formas nos preocupa. José lamenta no haber podido enseñarnos la cabina. Le damos las gracias por todo otra vez y le deseamos suerte. Él nos la desea a nosotros. Nos llama “majetes”. Desde el otro lado del enrejado se despide con su ya clásico “no os digo nada.” No queda nada por decir.

Esta noche tardaré en dormirme. Mañana no recordaré gran cosa de lo ocurrido tras la salida del Cine Alba. Me costará acordarme de cómo llegué a casa. Una especie de resaca emocional. Por la tarde iré a casa de la amiga de mi madre a llevarle el regalo para su nieto. No es por su Primera Comunión. Acaba de nacer. El regalo es un tenedor y una cuchara, porque los recién nacidos no usan cuchillos. La fiebre me durará hasta el martes.

Budoson.