Miklós Horthy

EL ÚLTIMO TREN DE SZILVESZTER MATUSKA

Matuska 01un hombre serio y formal

Szilveszter Matuska era un caballero perfectamente normal. Hubiera podido llegar a ganar un campeonato de caballeros perfectamente normales, si se hubiera convocado uno. Respetable ingeniero y padre de familia, amable inquilino de una hermosa casa de tres alturas rodeada por una pieza de terreno acomodada como jardín, Matuska era un hombre bajito y fornido, de frente amplia, ojos pequeños y labios ligeramente combados en una sonrisa.

Szilveszter Matuska vivía en Csantavér (ahora Čantavir, Serbia), una bonita ciudad entonces húngara de poco más de 10.000 habitantes. Iba caminando a su trabajo, regresaba con flores para su mujer, cenaba en familia y acompañaba a su hija a la cama. Le hacía rezar sus oraciones, le daba un beso de buenas noches y pellizcaba con dulzura la mejilla de su esposa antes de ponerse el sombrero de nuevo y salir a dar un paseo.

Pero ya sabéis dónde estáis, y también sabéis que no emplearíamos nuestro tiempo en ilustrar la vida de un buen ciudadano. Tal vez os encontréis en ese punto en el que el deseo de conocer qué clase de secreto escondía Szilveszter Matuska bajo su sombrero comienza a picaros. Os comprendemos.

Matuska se iba a los burdeles de Csantavér. Invitaba a las chicas a beber cerveza y se acostaba con todas las que podía, dejaba propinas generosas y regresaba cada semana. Tampoco es para tanto, pensaréis, no es posible que estemos siendo tan insistentes para terminar hablando de un simple putañero húngaro. Os comprendemos también.

La verdad es que en este momento de la historia nuestro amigo aún no había hecho nada más, pero solo tendremos que concederle unos meses. Estamos a punto de entrar en 1931, un año en que la vida de Matuska se iba a complicar un poco. Porque Szilveszter Matuska estaba listo para comenzar su carrera como dinamitero y saboteador de trenes.

Matuska no era un revolucionario. En la Hungría de 1931 había unos cuantos, y la situación política no les era muy favorable; el presidente Esteban Bethlem dimitía al final de una larga década en el poder y el todopoderoso almirante Miklós Horthy, tras un experimento fallido en la persona del conservador Gyula Karóli, encomendaba el gobierno al nacionalista radical Gyula Gömbös. Hungría se aproximaba a Alemania y terminaría aliándose con los nazis en medio de convulsiones sociales y violencia. Pero Matuska era ajeno a estos vaivenes, su amor por provocar explosiones no tenía nada que ver con la política.

Lo que le sucedía a Matuska es que estaba sencillamente loco. Loco por las locomotoras, las vías, los ferrocarriles. Y especialmente loco por hacerlos saltar en pedazos. 

Gracias a su trabajo consiguió acceso a un almacén de explosivos. Compró un par de kilos de dinamita y montó una bomba casera. El 1 de enero de 1931, Szilveszter Matuska cruzó la frontera con Austria para debutar como saboteador de trenes colocando dos cargas preparadas al paso del expreso Viena-París en la localidad de Ansbach. Fue una decepción: las cargas no explotaron y el expreso continuó su viaje con toda normalidad. Matuska regresó a Hungría pero no se desanimó…las autoridades austriacas habían encontrado los explosivos emitiendo inmediatamente una alerta, y eso le hizo sentirse verdaderamente motivado.

Ocho meses después, Matuska sentía llegado el momento. Se desplazó hasta Jüteborg (Alemania) para atacar el expreso Basilea-Berlín, colocó nuevas cargas de dinamita y las hizo detonar al paso del tren. Esta vez las bombas funcionaron, el expreso descarriló y Matuska pudo volver a casa satisfecho. Su alegría sin embargo no era completa, el sabotaje había causado algunos heridos pero ningún muerto. Y lo que Matuska de verdad deseaba era provocar una masacre.

Matuska 03el cha-ca-chá del tren

Solo tuvo que esperar un mes más. Matuska se decidió por la caza mayor y dinamitó las vías que debía recorrer el Orient Express en su trayecto desde Estambul a París. Ni siquiera tuvo que viajar mucho esta vez, el lugar escogido fue el viaducto de Biatorbagy, a pocos kilómetros de Budapest. Matuska logró todo cuanto se proponía: el Orient Express descarriló, la locomotora arrastró a nueve vagones en caída libre por un desfiladero de treinta metros, el accidente fue un desastre y 22 personas murieron en medio del fuego y los hierros retorcidos. También hubo más de un centenar de heridos.

Para el gobierno húngaro, el sabotaje de Biatorbagy se convirtió en un grave problema político. La mayoría del pasaje del Orient Express estaba compuesto por ciudadanos extranjeros, hombres de negocios, gente rica y con influencias incómodas. Esa es también la razón por la que toda la prensa europea se hizo eco de la catástrofe, enviando corresponsales a Hungría para tratar de desentrañar las causas del ataque. Entre esos reporteros estaba Hans Habe, plumilla del diario austriaco Wiener Zeitung que llegó a Biatorbagy al día siguiente, cuando los restos del tren aún humeaban.

Habe comenzó a preguntar a policías y camilleros, tomando notas de cuanto veía. Y en ese momento fue abordado por un hombrecillo pequeño y robusto, afable y charlatán que se presentó como superviviente del desastre y se ofreció para contarle todo lo que quisiera saber. Era Szilveszter Matuska. Habe logró una crónica formidable con todo tipo de detalles, la envió a su redacción y la vio publicada al día siguiente. El artículo era impactante, ningún otro periódico disponía de tanta información sobre el descarrilamiento. Habe propuso a Matuska acompañarlo a Viena para escribir una segunda parte de su crónica, y Matuska aceptó encantado.

Una vez en Viena, Habe alojó a Matuska en un hotel y lo citó horas más tarde en un café para continuar entrevistándolo pero, cuando llegó, lo encontró en medio de un corro de gente que escuchaba embobada su historia. Matuska estaba en su salsa, era el protagonista y hablaba sin parar. Describía el horror del suceso, los vagones precipitándose al vacío, la explosión de la locomotora. Su público, boquiabierto, le atendía sin apenas respirar. A Habe se le posó una mosca justo detrás de la oreja.

Mientras tanto, en Hungría las cosas se iban volviendo peligrosas. El gobierno culpó del desastre al terrorismo comunista y exhibió una nota supuestamente hallada en el lugar del atentado en la que se leía “¡Hermanos proletarios! Si el Estado capitalista no nos da trabajo, lo buscaremos de cualquier otro modo. Contamos con explosivos y con mucha gasolina”. La nota estaba firmada por “El Traductor” y con ella como pretexto comenzaron a organizarse redadas, interrogatorios de obreros ferroviarios y detenciones indiscriminadas.

Pero Matuska se encontraba a salvo. Seguía en Viena relatando su aventura a quien quisiera escucharle y dándose homenajes a cuenta de la credulidad de su público. La mosca de Habe zumbaba cada vez más, el periodista examinó el testimonio de Matuska una y otra vez hasta que reparó en lo inverosímil de que un pasajero pudiera tener tanta información. Era…como si lo hubiera visto todo desde fuera. Inquieto, puso sus notas a disposición de la policía, que abrió una investigación secreta. Todos los supervivientes austriacos fueron interrogados discretamente en los días siguientes. Ninguno recordaba haber visto a Matuska en el tren. Las autoridades húngaras trasladaron a la policía de Viena el testimonio de un taxista que había recogido a un hombre que coincidía con la descripción de Matuska en un polvorín días antes del descarrilamiento. Eso fue suficiente para arrestarlo.

Los interrogatorios no fueron complicados. Matuska hablaba por los codos y reconoció sin rubor ser el autor del atentado, asumiendo también los otros ataques fallidos en Austria y Alemania. Adornó su confesión con todo tipo de fantasías: aseguró ser oficial del ejército húngaro, luego dijo ser miembro del fascista Partido de la Cruz Flechada. Más tarde proclamó que actuaba por mandato de los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, siguiendo un plan divino para castigar a los ateos que viajaban en tren. Las autoridades austriacas lo encerraron en una habitación con varios psiquiatras pero todos concluyeron que Matuska, no estando muy en sus cabales, era desde luego consciente y responsable de sus actos.

El problema era que Austria no podía juzgarlo por el sabotaje del Orient Express, delito cometido fuera de sus fronteras. Y era un problema porque los austriacos, que hubieran estado encantados de meterlo en un furgón y mandarlo a Budapest, se encontraron con que los húngaros no tenían la menor intención de recibirlo. Hungría no quería solicitar la extradición de Matuska porque hacerlo supondría poner en evidencia todo el absurdo montaje del terrorismo comunista y la delirante nota del “Traductor”. Matuska no solamente no era comunista ni pertenecía a ninguna organización subversiva, sino que mostraba inclinaciones filofascistas y apoyaba con entusiasmo al régimen de Horthy.

Matuska 02el Señor me dio dinamita

Los austriacos, resignados, juzgaron a Matuska por su primer ataque, el atentado frustrado de Ansbach. El juicio fue un circo multitudinario en el que Matuska insistió en sus delirios religiosos, solicitó que parte de la recompensa ofrecida por identificar al autor del sabotaje del Orient Express se entregara a su familia e incluso predicó disparatadas teorías sobre la conveniencia de fabricar oro artificial para paliar la inflación mundial. Llamados a declarar, los psiquiatras que lo habían examinado ofrecieron un retrato muy diferente de Matuska: no era un tarado mesiánico sino un psicópata narcisista y sádico que experimentaba una irresistible excitación sexual haciendo explotar trenes, sujeto de una horrible parafilia que llamaron lascivia ferroviaria. Ignoro si Sigmund Freud estaba en la sala, pero debió aplaudir con las orejas esa conclusión. El juez condenó a Matuska a seis años de trabajos forzados.

En 1934, las autoridades húngaras accedieron por fin a procesar a Matuska por el atentado del Orient Express. Matuska fue extraditado y juzgado en Budapest. Esta vez no apeló a mensajes sobrenaturales ni al oro artificial. Asistió cabizbajo al juicio y escuchó petrificado su sentencia: pena de muerte.

Matuska no tenía a los Arcángeles de su lado, pero la suerte sí le asistió. Su condena fue inexplicablemente conmutada por cadena perpetua en abril de 1938. A partir de este momento, el misterio envuelve su vida.

El 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán invadió Polonia. Durante los años siguientes, los trenes de toda Europa circularon cargados de soldados, de armas o de prisioneros rumbo a la muerte. Muchos de ellos fueron atacados por los partisanos, algunos ardieron como el Orient Express. Cuando la guerra terminó, Szilveszter Matuska ya no estaba en su celda.

Nadie sabe exactamente qué fue de él. Parece que pudo ser reclutado por el ejército rojo como especialista en explosivos, empleado en la desactivación de las bombas que los nazis dejaron tras de sí en su retirada. Incluso circula una leyenda según la que Matuska fue enviado por los rusos a Corea para ayudar al ejército comunista como experto dinamitero. Esa misma leyenda asegura que fue capturado por soldados estadounidenses a los que, comprobando la sorpresa que les producía haber encontrado a un europeo mezclado con los norcoreanos, se presentó diciendo: “soy Szilveszter Matuska, el descarrilador de trenes de Baitorbagy”.

——————————————————————

El novelista belga Georges Simenon se inspiró en Matuska para una de sus novelas, “El hombre que veía pasar los trenes”, publicada en 1938. Matuska se corresponde con el protagonista de la obra, Kees Popinga, un ciudadano modélico que pierde la razón y emprende una alocada carrera criminal.

En 1983 se estrenó la película húngara “Viadukt”, dirigida por Sándor Simó, en la que el actor canadiense Michael Sarrazin interpretaba a Matuska. La película recrea el atentado contra el Orient Express y la investigación posterior.

En 1990, el grupo de hardcore Lard (compuesto por Jello Biafra de Dead Kennedys y Al Jourgensen de Ministry) publicó “The Last Temptation of Reid”, disco en el que se incluía la canción “Sylvestre Matuschka”.

El sexólogo norteamericano John Money acuñó en 1984 el término sinforofilia para describir una parafilia en la que la excitación sexual gira alrededor de observar o incluso representar un desastre, tal como un incendio o un accidente de tráfico. La sinforofilia está muy presente en la novela de J.G. Ballard «Crash» (1973), siendo un diagnóstico aplicable a Matuska.

Entre los pasajeros del Orient Express que Matuska atacó en Baitorbagy, se encontraba la artista norteamericana Josephine Baker. Resultó ilesa.

por El Diestro